La muerte de Alain Resnais (1922-2014) nos ha cogido
a contrapelo. Y no porque, con 91 años, no le hubiera llegado ya la
hora, sino porque, precisamente, lo veíamos hace apenas dos semanas en
aparente plenitud de forma y jovialidad, con su pelo blanco, sus gafas
de sol, su camisa roja y su corbata negra, haciendo bromas a fotógrafos y
periodistas, en el Festival de Berlín, a donde fue a presentar la que
será, ya sí, su última película, Aimer, boire et chanter, un
título que se nos antoja toda una declaración testamentaria de
intenciones de quien ha sido uno de los cineastas más importantes,
estimulantes e inimitables del cine moderno.
Sabíamos de los problemas de salud de su compañero de promoción
Jacques Rivette, también del parón del rodaje de la nueva película del
centenario Manoel de Oliveira, pero nada hacía presagiar que las
energías vitales de Resnais pudieran estar debilitándose, menos aún
después de haber asistido en los últimos años a la sucesión de un
ramillete de películas, Asuntos privados en lugares públicos, Las malas hierbas y Vous n’avez encore rien vu,
que posiblemente se encuentren entre lo mejor de su carrera, que ya es
mucho decir en una carrera como la suya: cintas crepusculares y
luminosas, libres y juguetonas, livianas y profundas, volátiles y
sólidas, humorísticas y mortuorias, reincidentes y testamentarias,
siempre reflexivas, lúcidas y autosuficientes, auténticas piezas de
orfebrería cinematográfica al vacío en las que reunió a su troupe
habitual de actores cómplices, su esposa Sabine Azema, André Dussollier
o Pierre Arditti, para regenerar el legado de ese nuevo cine que él
contribuyó a forjar desde mediados del pasado siglo en estos tiempos de
anorexia minimalista y autorismo con corsé.
Resulta demasiado fácil decir que este Resnais del siglo XXI, que
venía ya impulsado por ese maravilloso díptico dramático-musical de Smoking/No smoking y On connait la chanson, era un cineasta joven y renacido, tan inquieto como el de los días de Hiroshima, Muriel y Marienbad,
pero es que es una verdad como un templo. Si me apuran, este último
Resnais se nos antoja más libre, cálido y sabio que nunca, más
consciente del gozo de hacer cine, de compartir el trabajo con los
suyos, de confiar, como hizo siempre, en un espectador inteligente,
capaz de acompañarlo en esa búsqueda del placer de las formas y el
relato, de entrar con él en ese laberinto de historias y memorias
infinitas, canciones populares, tonos pastel, luces de neón, nieve
artificial y travellings eternos.
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